sábado, 22 de febrero de 2014

Un día dura tres otoños.

Dije que llorar era de cobardes, que el destino era lo importante, que si quieres algo mueve montañas y atraviesa océanos por conseguirlo. Aún me sorprende lo sencillo que es decirlo y qué difícil es llevarlo a cabo. Miro en el espejo y sólo consigo vislumbrar un resquicio de sol, que tímido, se cuela por las rendijas de la persiana e ilumina un pequeño rostro. Una figura aparece en él, es una chica de mirada huidiza y apagada, ojos que siempre alegres y brillantes, aunque pequeños y ocultos tras unas lentes, permanecían atentos y optimistas ante la vida. No sabía cuánto hacía que se habían apagado. De pelo siempre enmarañado y rostro inexpresivo, se han marchado los hoyuelos, que furtivos aparecían cuando me propinaba sonrisas pintadas de color rojo intenso. Ahora sólo queda una gélida y violácea boca, y unas pequeñas hendiduras en los labios, que de morder por llanto, han quedado marcadas como las heridas de su interior. 

Su cuerpo, brillante antaño y de gran vivacidad, ha perdido su color. Mortecino y tenue, parece tan frágil, como si al acercarte a él y acariciarlo se pudiese romper en mil pedazos. Ya no queda rastro de ese espíritu altanero y vivaracho. Esa risa contagiosa que la caracterizaba parece haberse marchado. Tal vez su voz despierte, tal vez encuentre la manera de regresar. 

Llorar se volvió una rutina entre esas cuatro paredes, y la almohada mojada de rímel y lágrimas, fue testigo de este hecho. Pero ya no le quedan más lágrimas por derramar. Al igual que su exterior, parece haberse secado por dentro. 

Suspira constantemente, cómo él divertido le decía. Pero su dolor ha teñido estos susurros en lamentos de su alma. Respira, para estar viva, respira, para seguir adelante. Respira, aunque en ocasiones sienta que su corazón, ha dejado de latir.